DESDE EL SILENCIO


Oigo la tarde achicharrada por los ruidos
del verano, entre un espacio mundano
que se abre a la sagrada calma del día
para albergar inmóvil el silencio del alma.

Acurrucados por las horas desperezadas,
siento al mundo entero dormido bajo la piel.
El corazón, reconocido, prosigue su marcha
olvidada, mientras algún ave
vuela hacia el nido...

Un pueblo, unas calles, un parque
vacío, un cerro pelado…
son parte de un recuerdo
arrinconado en la memoria infantil.

Soledad, tantas veces encontrada
en los caminos del tiempo y entre el calor
añejo.
Escrita en los zarzales, viajera eterna
que me acunó infatigable,
mientras buscaba un patio donde jugar.

Siento, como en aquel momento,
el espíritu abandonado y libre
para tocar las campanas,
para sentarme en los tejados, para correr
los campos
de viñedos y de olivos salteados.

Porque no quiero llorar la tierra,
empaparla con los huesos y las manos
sin coger las flores nuevas, esparcidas
con cariño tierno
sobre su gran manto.

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